In Him we live, and move, and have our being
It was a stifling hot summer afternoon in Athens, Greece, and for the first time in my life, I had just been robbed. Traveling alone through this beautiful county, I was prepared to take the ferry to the island of Santorini early the next morning but decided to go down to the marina to double check my tickets for the next several days. Making my way through the crowds of people, I was pushed to the ground, and the small purse I had foolishly just slung over my shoulder was taken. My credit card, ATM card, cash, and several days of ferry tickets were stolen. Fortunately, my passport was still back in the hotel room safe.
After contacting my bank, I learned I would have to wait in Athens for another 48 hours before my new cards would arrive and I could proceed with my trip
Since I had no access to money, I chose to do some additional exploring of places that were free. I wound up on Mars Hill (the Areopagus), sitting on the rocks in the sweltering sun, tired and feeling defeated.
I had read about Paul’s visit to Athens during his second missionary journey many times in Scripture and was always inspired by the passages. I pulled out my ear buds, searched my phone for Acts 17 and began listening to a reading of the Bible as well as Ellen G. White’s The Acts of the Apostles, Chapter 23, where the details of that visit are recorded. I gazed around me with the Acropolis in view and the city bustling with tourists, and I tried to imagine Paul standing right where I was sitting as he made such a profound gospel presentation and proclaimed Christ crucified.
I listened to the words Paul spoke as he introduced his listeners to the one true God and the only way of salvation, Jesus Christ.
As Ellen White wrote:
“Ye men of Athens,” he said, “I perceive that in all things ye are too superstitious. For as I passed by, and beheld your devotions, I found an altar with this inscription, To the Unknown God. Whom therefore ye ignorantly worship, Him declare I unto you.…”
With hand outstretched toward the temple crowded with idols, Paul poured out the burden of his soul, and exposed the fallacies of the religion of the Athenians.…
With earnest and fervid eloquence the apostle declared, “God that made the world and all things therein, seeing that He is Lord of heaven and earth, dwelleth not in temples made with hands; neither is worshiped with men’s hands, as though He needed anything, seeing He giveth to all life, and breath, and all things.…”
Pointing to the noble specimens of manhood about him, with words borrowed from a poet of their own he pictured the infinite God as a Father, whose children they were. “In Him we live, and move, and have our being,” he declared (Ellen G. White, The Acts of the Apostles, pp. 237-238).
It was those words from the book of Acts that struck the chords of my soul on that hot summer afternoon, and I repeated them over and over.
“In Him we live, and move, and have our being.”
“In Him I live, and move, and have my being.”
It was a sacred time and space for reconsecrating myself to living and proclaiming that message, and I was suddenly very thirsty. Not just physically thirsty but spiritually thirsty. The words of the Psalmist came to my mind: “As a deer pants for flowing streams, so pants my soul for you, O God” (Psalms 42:1, ESV).
I sat on Mars Hill and drank deeply from the flowing stream of refreshing water that the Spirit of God longs to give us as we abide in His presence, attentive to the words of Scripture, and remember that in Him we live. In Him we move. In Him we have our being.
June brings with it the scorching heat of the sun. May your soul be quenched.
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Sandra E. Roberts is the executive secretary and the ministerial director of the Pacific Union Conference.
Cavilación en el Areópago
En él vivimos, y nos vovemos, y somos
Por Sandra E. Roberts
Era una sofocante y calurosa tarde de verano en Atenas, Grecia, y por primera vez en mi vida me acababan de robar. Viajando sola a través de ese hermoso país, estaba preparada para tomar el ferry a la isla de Santorini temprano la mañana siguiente, pero decidí bajar al puerto para verificar mis boletos para los próximos días. Abriéndome paso entre la multitud, de un empujón me tiraron al suelo y me quitaron el pequeño bolso que tontamente acababa de colgar sobre mi hombro. Me robaron la tarjeta de crédito, la tarjeta de cajero automático, el dinero en efectivo y varios días de boletos de ferry. Afortunadamente, mi pasaporte todavía estaba en la caja fuerte de la habitación del hotel.
Después de ponerme en contacto con el banco me enteré de que tendría que esperar en Atenas otras 48 horas antes de que llegasen mis nuevas tarjetas y pudiese continuar mi viaje
Como no tenía acceso a ningún dinero, opté por explorar un poco más los lugares gratuitos. Terminé en la Colina de Marte (el Areópago), sentada en las rocas bajo el sofocante sol, cansada y sintiéndome derrotada.
Había leído muchas veces en las Escrituras acerca de la visita de Pablo a Atenas durante su segundo viaje misionero y siempre me inspiraban esos pasajes. Me quité los auriculares, busqué en mi teléfono Hechos 17 y comencé a escuchar su lectura en la Biblia, así como Los Hechos de los Apóstoles, capítulo 23, de Ellen White, donde se registran los detalles de dicha visita. Miré a mi alrededor con la Acrópolis a la vista y la ciudad llena de turistas, y traté de imaginar a Pablo parado justo donde yo estaba sentada mientras hacía una profunda presentación del evangelio y proclamaba a Cristo crucificado.
Escuché las palabras que Pablo pronunció mientras presentaba a sus oyentes al único Dios verdadero y el único camino de salvación, Jesucristo.
Como escribió Ellen White:
«Varones atenienses —dijo— en todo los veo como más supersticiosos; porque pasando y mirando sus santuarios, hallé también un altar en el cual estaba esta inscripción: AL DIOS NO CONOCIDO. Aquel pues, que ustedes honran sin conocerle, a ése les anunció».
Con la mano extendida hacia el templo cuajado de ídolos, Pablo derramó la carga de su alma y expuso la falacia de la religión de los atenienses.
Con ardiente y férvida elocuencia, el apóstol declaró: «El Dios que hizo el mundo y todas las cosas que en él hay, éste, como sea Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos hechos de manos, ni es honrado con manos de hombres, necesitado de algo; pues él da a todos vida, y respiración, y todas las cosas».
Señalando a los nobles exponentes de la humanidad que le rodeaban, con palabras tomadas de un poeta suyo pintó al Dios infinito como a un Padre cuyos hijos eran. «En él vivimos, y nos movemos, y somos», declaró.
(Ellen G. White, Los Hechos de los Apóstoles, págs. 192 y 194).
Fueron esas palabras del libro de los Hechos que tocaron las fibras de mi alma en esa calurosa tarde de verano, y las repetí una y otra vez.
«En él vivimos, y nos movemos, y somos».
«En él vivo, y me muevo, y soy».
Era un tiempo y un espacio sagrado para volver a consagrarme a vivir y proclamar ese mensaje, y de repente tuve mucha sed. No solo sedienta físicamente, sino sedienta espiritualmente. Me vinieron a la mente las palabras del salmista: «Como un ciervo suspira por los arroyos que fluyen, así suspira mi alma por ti, oh Dios» (Salmo 42:1).
Me senté en la Colina de Ares y bebí profundamente de la corriente de agua refrescante que el Espíritu de Dios anhela darnos mientras moramos en su presencia, atentos a las palabras de las Escrituras, y recordamos que en él vivimos. En él nos movemos. En él tenemos nuestro ser.
El estío trae consigo el calor abrasador del sol. Que tu alma sea refrescada.
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Sandra E. Roberts es la secretaria ejecutiva y directora ministerial de la Pacific Union Conference.