In the fullness of time, God acted decisively for the world’s salvation. He didn’t establish a new nation to receive Him; instead, He came through Israel—the same nation that had too often grown tired of waiting for the Messiah and turned to other gods. Throughout the Old Testament, we read that Israel frequently worshipped idols, offering them more devotion than they gave the God of Abraham. By the time Christ arrived, not much had changed. Despite outward piety, Israel had largely forgotten God and the promise of the Messiah.
However, not everyone had forgotten. Among those who still held hope for the Messiah was Simeon: “Now there was a man in Jerusalem called Simeon, who was righteous and devout. He was waiting for the consolation of Israel, and the Holy Spirit was on him. It had been revealed to him by the Holy Spirit that he would not die before he had seen the Lord’s Messiah” (Luke 2:25-26).1
Imagine Simeon, an old man, faithfully waiting his entire life. Every day, he visited the temple, hopeful he would see the Messiah before his death. According to Alfred Edersheim’s The Life and Times of Jesus the Messiah, Simeon was a well-known figure in Jerusalem, known for his righteousness, fear of God, and unwavering hope in Israel’s redemption.2
When Simeon finally saw Jesus, he knew this child was the long-awaited Messiah. He prayed: "Sovereign Lord, as you have promised, you may now dismiss your servant in peace. For my eyes have seen your salvation, which you have prepared in the sight of all nations: a light for revelation to the Gentiles, and the glory of your people Israel” (Luke 2:29-32).
Simeon’s joy was boundless. His song expressed the core of the gospel: “My eyes have seen your salvation.” In the child Jesus, Simeon saw the fulfillment of humanity’s hope. Whenever God’s redemptive act is realized, it stirs creation to song. Angels sang at Jesus’ birth, and the redeemed will sing in heaven.
Through Jesus, God’s power and love entered human history in a new, intimate way. His love wasn’t just revealed in extraordinary events but also in His daily interactions with ordinary people.
A modern parable helps illustrate the mystery of creation and salvation. It imagines God, reflecting on His creation, realizing that something was missing. Though everything appeared perfect and orderly, it lacked energy and spontaneity. God proposed a bold plan: to divide Adam. Archangels protested, fearing catastrophic consequences, but God, ever the Creator, was willing to take the risk for something more beautiful and dynamic.
That night, God divided Adam, marking the beginning of human separation, longing, and the search for union. Out of this act of division, God introduced love—the force that would drive humanity to seek connection and wholeness. And in that moment, God’s creation was infused with the dynamism of love.
This parable mirrors the risk God took at the first Christmas. When He sent His Son, God divided Himself for our benefit, flooding human existence with divine love. Just as God risked division to create love between Adam and Eve, He risked sending His Son into a world that might reject Him—all for the sake of our salvation.
Simeon’s faith reminds us of the patience of those who waited for the Messiah. Hebrews 11 recounts the faith of Abel, Enoch, Noah, Abraham, and Sarah—people who lived and died without seeing God’s promises fulfilled in their lifetime. “All these people were still living by faith when they died. They did not receive the things promised; they only saw them and welcomed them from a distance” (Hebrews 11:13).
They waited for a promise that was yet to come. But you and I don’t have to wait anymore. God has come and fulfilled His promise. The risks God took paid off—He went all in, and the result was our salvation. What was once a long waiting period has become a cause for joyful celebration.
Best of all, this salvation wasn’t limited to the people of the past. Jesus didn’t come only for Mary, Joseph, Simeon, or the early disciples—He also came for you and me. His birth in Bethlehem was for our salvation, offering us the certainty of God’s love today. We don’t have to wait for a future event; the work of salvation has already been accomplished. Jesus was born and died to secure our salvation, and it’s offered freely to all who accept Him.
God sent His Son to assure us that He always accepts us. The problem is not with God but with us. God is always ready to receive us, but we are the ones who hesitate to open the door. He came to this earth, at great risk, to show His love. He divided Himself on a cross so that we might be made whole.
Just as Simeon recognized the Messiah, we, too, must recognize Jesus. He desires to dwell with us, not just for a moment, but forever. Through Christ, God calls us into a relationship of love and restoration. Today, that invitation remains open, and it’s up to us to respond.
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Alberto Valenzuela is associate director of communication and community engagement of the Pacific Union Conference and the Recorder editor.
1 All Scripture quotations are from the New International Version.
2 Alfred Edersheim, The Life and Times of Jesus the Messiah (Peabody, MA: Hendrickson Publishers, 1993), pp. 220-221.
La última palabra Lo llamó amor
Por Alberto Valenzuela
Llegado el cumplimiento del tiempo, Dios actuó decisivamente para la salvación del mundo. No estableció una nueva nación para recibirlo; en cambio, vino a través de Israel, la misma nación que con demasiada frecuencia se había cansado de esperar al Mesías y se había vuelto a otros dioses. A lo largo del Antiguo Testamento, leemos que Israel adoraba con frecuencia a los ídolos, ofreciéndoles más devoción que la que le daban al Dios de Abraham, Isaac y Jacob. Para cuando Cristo llegó, su actitud no había cambiado mucho. A pesar de la piedad exterior, Israel había olvidado en gran medida a Dios y la promesa del Mesías.
Sin embargo, no todos lo habían olvidado. Entre los que todavía tenían esperanzas en el Mesías estaba Simeón: «Había en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era justo y piadoso. Él estaba esperando el consuelo de Israel, y el Espíritu Santo estaba sobre él. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no moriría antes de ver al Mesías del Señor» (Lucas 2:25-26).
Imagínese a Simeón, un anciano, esperando fielmente toda su vida. Todos los días visitaba el templo, con la esperanza de ver al Mesías antes de su muerte. Según la obra de Alfred Edersheim The Life and Times of Jesus the Messiah, Simeón era una figura muy conocida en Jerusalén, conocida por su justicia, su temor a Dios y su inquebrantable esperanza en la redención de Israel.1
Cuando Simeón finalmente vio a Jesús, supo que ese niño era el Mesías tan esperado. Él oró: «Señor Soberano, como has prometido, ahora puedes despedir a tu siervo en paz. Porque mis ojos han visto tu salvación, la cual has preparado a la vista de todas las naciones: luz para revelación a los gentiles, y gloria de tu pueblo Israel» (Lucas 2:29-32).
El gozo de Simeón no tenía límites. Su canto expresaba el núcleo del evangelio: «Mis ojos han visto tu salvación». En el niño Jesús, Simeón vio el cumplimiento de la esperanza de la humanidad. Cada vez que se realiza el acto redentor de Dios, se agita la creación al canto. Los ángeles cantaron en el nacimiento de Jesús, y los redimidos cantarán en el cielo.
A través de Jesús, el poder y el amor de Dios entraron en la historia humana de una manera nueva e íntima. Su amor no solo se reveló en eventos extraordinarios, sino también en sus interacciones diarias con la gente común.
Una parábola moderna ayuda a ilustrar el misterio de la creación y la salvación. Se imagina a Dios, reflexionando sobre su creación, dándose cuenta de que faltaba algo. Aunque todo parecía perfecto y ordenado, carecía de energía y espontaneidad. Dios propuso un plan audaz: dividir a Adán. Los arcángeles protestaron, temiendo consecuencias catastróficas, pero Dios, siempre el Creador, estaba dispuesto a correr el riesgo por algo más hermoso y dinámico.
Esa noche, Dios dividió a Adán, marcando el comienzo de la separación humana, el anhelo y la búsqueda de la unión. A partir de ese acto de división, Dios introdujo el amor, la fuerza que impulsaría a la humanidad a buscar la conexión y la plenitud. Y en ese momento, la creación de Dios fue infundida con el dinamismo del amor.
Esa parábola refleja el riesgo que Dios tomó en la primera Navidad. Cuando envió a su Hijo, Dios se dividió para nuestro beneficio, inundando la existencia humana con amor divino. Así como Dios se arriesgó a la división para crear amor entre Adán y Eva, se arriesgó a enviar a su Hijo a un mundo que podría rechazarlo, todo por el bien de nuestra salvación.
La fe de Simeón nos recuerda la paciencia de los que esperaban al Mesías. Hebreos 11 relata la fe de Abel, Enoc, Noé, Abraham y Sara, personas que vivieron y murieron sin ver cumplidas las promesas de Dios en su vida. «Todos ellos vivieron por la fe y murieron sin haber recibido las cosas prometidas; más bien, las miraron y les dieron la bienvenida desde la distancia» (Hebreos 11:13).
Esperaban una promesa que aún estaba por llegar. Pero tú y yo no tenemos que esperar más. Dios ha venido y ha cumplido su promesa. Los riesgos que Dios asumió dieron sus frutos: Él lo hizo todo y el resultado fue nuestra salvación. Lo que una vez fue un largo período de espera se ha convertido en un motivo de alegre celebración.
Lo mejor de todo es que esa salvación no se limitó a la gente del pasado. Jesús no vino solo por María, José, Simeón o los primeros discípulos, también vino por ti y por mí. Su nacimiento en Belén fue para nuestra salvación, ofreciéndonos hoy la certeza del amor de Dios. No tenemos que esperar a un evento futuro; La obra de la salvación ya se ha cumplido. Jesús nació y murió para asegurar nuestra salvación, y se ofrece gratuitamente a todos los que lo aceptan.
Dios envió a su Hijo para asegurarnos que siempre nos acepta. El problema no es con Dios, sino con nosotros. Dios siempre está dispuesto a recibirnos, pero somos nosotros los que dudamos en abrir la puerta. Vino a esta tierra, con gran riesgo, para mostrar su amor. Se dividió a sí mismo en una cruz para que pudiéramos ser sanados.
Así como Simeón reconoció al Mesías, nosotros también debemos reconocer a Jesús. Él desea morar con nosotros, no solo por un momento, sino para siempre. A través de Cristo, Dios nos llama a una relación de amor y restauración. Hoy, esa invitación sigue abierta y depende de nosotros responder.
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Alberto Valenzuela es director asociado de comunicación y participación comunitaria de la Pacific Union Conference y editor del Recorder.
1 Alfred Edersheim, The Life and Times of Jesus the Messiah (Peabody, MA: Hendrickson Publishers, 1993), pp. 220-221.