Every year during the month of May, I find myself wishing for one more visit with my mother. It has been 22-plus years since she fell asleep in Jesus, and yet I miss my mom on Mother’s Day more than on her December 19 birthday or the anniversary of her death. Mother’s Day was always special—more so when I became a mom and understood that fierce mom-love she always had—because I saw her in the way I “mothered” and felt her near long after she was gone. She never met my granddaughters, but she would have loved them so very much.
She was my confidante, best friend, and biggest fan when I was growing up. She was the one who stayed home and raised my three brothers and me while our dad was traveling, doing evangelistic campaigns, starting a television ministry, and doing all those things associated with the “Lord’s Work.” Often the “Work” with a capital W was blamed for taking him away from us so much. (At the end of his life, he gathered all of his children together to apologize for being gone so much during our early years, and it was a healing experience for us all.)
But Mom was always there, being the mom, dad, and chief cook and bottle washer. She was the outdoorsy “boy” mom who would also be the perfect “girl” mom for the tomboy daughter they would have in 1956. I was the girl that they waited nearly 16 years for, born the same year It Is Written, the ministry Dad founded, was born.
I loved hearing the story of how the young Nellie Johnson from Beloit, Wisconsin, went to Emmanuel Missionary College (now Andrews University) in 1936 and met the handsome, aspiring preacher, George Vandeman. The story of how he proposed while she was ironing shirts was always a favorite of mine. Their early years in ministry, raising three sons, traveling to England for two years of evangelism from 1951-1953, returning to America, my dad being the youngest ministerial secretary of the General Conference at age 33—all these stories formed the rich fabric of my childhood.
Being the youngest child and only girl, some may say I was spoiled. Let’s just say I knew I was loved and cherished. I knew I was the apple of my daddy’s eye. My brothers were grown and gone by the time I was eight years old, and it was often just Mom and me—going on road trips together, talking and laughing, playing outside, being best pals.
But always, every night, we had bedtime prayers and she tucked me in. Do we ever get too old to be “tucked in?” I don’t think so.
As Mom would later suffer from Alzheimer’s disease and spend several years either at home with caregivers or in a memory care facility near my home, it became my honor and privilege to spend time with her in the evenings, talking, trying to spark memories of the past, and singing to her. Strumming my guitar and singing the old hymns awakened total recall for her. Her eyes would lose their vacant look and she would brighten up and start singing with me—on every single familiar hymn. And if it was bedtime, I would tuck her in.
At her funeral in July of 2001, Elder Morrie Venden read this poem by H.M.S. Richards Sr. I long for that day when her mind will be made new and there will be no more night, no more tears, no more pain or death. Until then, I’ll always remember those special times when mother tucked me in.
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Connie Vandeman Jeffery is associate director of communication and community engagement of the Pacific Union Conference.
When Mother Tucked Me In
How the changing years have borne me
Far away from days of home!
Now no mother bends above me
When the time for sleep has come.
But it gives my poor heart comfort,
And it brings me rest within,
Just to dream that I am little
And my mother tucks me in.
As I kneel there with my brother
By the bed above the stairs,
And I hear my gentle mother
Whisper, “Boys, remember prayers!”
Then she comes and prays beside us,
“Father, keep them from all sin,”
Oh! her kiss is tender, loving,
When my mother tucks me in.
When at last the evening finds me
And life’s busy day is done,
All the bands of earth that bind me
Shall be broken one by one.
Then, O Lord, be Thou my comfort,
Calm my soul, Thy peace to win;
Let me fall asleep as gently
As when Mother tucked me in.
—H.M.S. Richards Sr.
«Cuando mamá me arropaba»
Por Connie Vandeman Jeffery
Cada año, durante el mes de mayo, me encuentro deseando una visita más con mi madre. Han pasado más de 22 años desde que durmió en Jesús y, sin embargo, extraño a mi mamá en el Día de las Madres más que en su cumpleaños el 19 de diciembre o en el aniversario de su muerte. El Día de las Madres siempre fue especial, más aún cuando me convertí en mamá y entendí ese feroz amor de madre que siempre tuvo, porque la vi en la forma en que fui madre como ella y la sentí cerca mucho después de que se fue. Nunca conoció a mis nietas pero las hubiese querido mucho.
Ella era mi confidente, mi mejor amiga y mi mayor admiradora cuando era niña. Ella fue la que se quedó en casa y nos crio a mis tres hermanos y a mí mientras nuestro padre viajaba, hacía campañas evangelísticas, iniciaba un ministerio de televisión y hacía todas esas cosas asociadas con la «obra del Señor». A menudo se culpaba a la «Obra» —con mayoúscula— de haberlo alejado tanto de nosotros. (Al final de su vida, reunió a todos sus hijos para disculparse por haberse ido tanto durante nuestros primeros años y eso fue una experiencia sanadora para todos nosotros).
Pero mamá siempre estaba ahí, siendo la mamá, el papá y el chef y la lavadora de botellas. Ella era la mamá amante de las actividades al aire libre que también sería la mamá perfecta para la hija que tendrían en 1956. Yo era la niña por la que esperaron casi 16 años, nacida el mismo año en que nació It Is Written, el ministerio que fundó mi papá.
Me encantaba escuchar la historia de cómo la joven Nellie Johnson de Beloit, Wisconsin, fue a Emmanuel Missionary College (ahora Andrews University) en 1936 y conoció al apuesto aspirante a predicador, George Vandeman. La historia de cómo él le propuso matrimonio mientras ella planchaba camisas siempre era una de mis favoritas. Sus primeros años en el ministerio, criar a tres hijos, viajar a Inglaterra para dos años de evangelismo de 1951 a 1953, regresar a Estados Unidos, ser mi padre el secretario ministerial más joven de la Conferencia General a la edad de 33 años, todas esas historias formaron el rico tejido de mi infancia.
Siendo la menor y la única hija, algunos dirán que fui malcriada. Digamos que sabía que me amaban y me apreciaban. Sabía que era la niña de los ojos de mi papá. Mis hermanos ya habían crecido y se habían ido cuando yo tenía ocho años y, a menudo, éramos solo mamá y yo, haciendo viajes por carretera juntas, hablando y riendo, jugando al aire libre, siendo las mejores amigas.
Pero siempre, todas las noches, orábamos antes de acostarnos y ella me arropaba. ¿Estamos alguna vez demasiado viejos para ser «arropado»? No creo.
Como mamá más tarde sufriría de Alzheimer y pasaría varios años en casa con cuidadores o en un centro de cuidado de la memoria cerca de mi casa, se convirtió en un honor y privilegio pasar tiempo con ella por las noches, hablando, tratando de despertar recuerdos del pasado y cantándole. Rasguear mi guitarra y cantar los viejos himnos despertaba un recuerdo total para ella. Sus ojos perdían su mirada vacía y se iluminaba y empezaba a cantar conmigo, con cada himno familiar. Si era hora de acostarse, la arropaba.
En su funeral en julio de 2001, el pastor Morrie Venden leyó este poema de H.M.S. Richards. Anhelo ese día en que su mente se renueve y no haya más noche, ni más lágrimas, ni más dolor ni muerte. Hasta entonces, siempre recordaré esos momentos especiales en los que mi madre me arropaba.
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Connie Vandeman Jeffery es directora asociada de comunicación y participación comunitaria de la Pacific Union Conference.
Cuando mamá me arropaba
¡Cómo me han llevado el cambio de los años
lejos de los días de casa!
Ahora ninguna madre se inclina sobre mí
cuando ha llegado la hora de dormir.
Pero le da consuelo a mi pobre corazón,
y me produce descanso interior,
tan solo soñar que soy pequeña
y mi madre me arropa.
Mientras me arrodillo ahí con mi hermano
junto a la cama bajo las estrellas,
Y escucho a mi dulce madre
susurrar: «¡Muchachos, se no olviden de orar!».
Después viene y ora a nuestro lado,
«Padre, guárdalos de todo pecado».
¡Oh! su beso es tierno, amoroso,
cuando mi madre me arropa.
Cuando por fin la noche me encuentre
y el ajetreado día de la vida haya terminado,
todas las ligaduras de la tierra que me atan
se romperán una por una.
Entonces, oh Señor, sé mi consuelo,
calma mi alma, dame tu paz para vencer;
Déjame dormirme tranquilamente
como cuando mamá me arropaba.
—H.M.S. Richards Sr.